De pronto sin previo aviso pareció que se afloraban todos sus resortes, como si hubiera renunciado a una máscara insoportable así como estaba mirando hacia arriba con la nuca apoyada en la puerta empezó a llorar. Y no era el famoso llanto de felicidad. Era ese llanto que sobreviene cuando uno se siente opacamente desgraciado. Cuando alguien se siente brillantemente desgraciado, entonces si vale la pena llorar con acompañamiento de temblores, convulsiones y sobre todo con público. Pero cuando no queda sitio para la rebeldía el sacrificio o la heroicidad, entonces hay que llorar sin remedio porque nade puede ayudar o porque uno tiene conciencia de que eso pasa y al final se retoma el equilibrio la normalidad. Así era el llanto de ella. En este rubro no me engaña nadie. <¿Puedo ayudarte?> Dije con todo,< ¿Puedo remediar esto en algo?>, preguntas al santo botón. Seque una más, muy desde el fondo de mis dudas:< ¿Querés que nos casemos?> Pero la nube estaba lejos. <No>, dijo. Lloro porque todo es una lástima. Y es tan cierto. Todo es una lástima: que no hubiera apagón, que yo tenga cincuenta, que esa sea buena chica, que mis tres hijos, que su antiguo novio, que el apartamento… saque mi pañuelo y le seque los ojos…<¿ya paso todo?> Pregunté. <Si, paso todo>. Era mentira, pero ambos comprendimos que hacia bien en mentir. Con la mirada aún convaleciente agrego, <No creas que siempre soy tan tonta> No creas dijo, estoy seguro de que dijo no creas. Me tuteó entonces.
La tregua, Mario Benedetti.
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